EL PENSAMIENTO EDUCATIVO EN EL
MÉXICO POSREVOLUCIONARIO
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La educación es una actividad social que ha permitido preservar la
cultura, asimilar y desarrollar la ciencia, ampliar el estado de las artes,
afianzar la libertad y socializar al individuo. El intento por transformar la
sociedad a partir de la educación que tuvo lugar en el imperio español, tanto
en América como en la Península, data del Siglo de las Luces, bajo la
dinastía de los Borbones. La enseñanza, como instrumento de un proyecto
social, tenía una intención utilitaria: reintegrar a España al desarrollo
mundial y recuperar la grandeza imperial. Lograr estos objetivos exigía,
entre otras cosas, incrementar el conocimiento técnico-científico del pueblo
hispano. Sin embargo, circunstancias de diversa índole propiciaron el fracaso
del esfuerzo educativo realizado por el régimen borbónico para modernizar la
metrópoli a partir de una nueva lógica de desarrollo, donde la educación
desempeñaría un papel primordial.
En el transcurso del siglo XIX la educación cambió el sentido de la
ciencia y la técnica, y transformó las condiciones de desarrollo de los
mercados y la vida en el presente siglo, especialmente después de la Segunda
Guerra Mundial. Es decir, sin instituciones que hagan de la enseñanza un
instrumento para el avance científico y tecnológico resulta imposible
plantear el progreso social e integral de las colectividades. Por lo tanto,
la educación tiene un sentido fundamental.
Nuestra condición de atraso económico, el cual se manifiesta en la
escasez de recursos humanos calificados y el bajo desarrollo cultural de
nuestros pueblos, obliga a regresar al pasado para encontrar en los orígenes
un sentido de utilidad social a la educación. Esto debe permitirnos
reintegrarle su función como instrumento de movilidad social en favor del bienestar
de la amplia mayoría de los mexicanos. En esta empresa, la construcción de un
modelo educativo deberá remontar las inercias de la masificación. Este
fenómeno, al afectar negativamente el proceso educativo, ha propiciado que
disminuya en gran medida la capacidad de los educadores en cada nivel de
enseñanza para transmitir conocimientos; asimismo, ha propiciado que
funcionarios sin vocación de servicio ocupen posiciones directivas y que aún
exista un alto índice de población analfabeta.
El propósito de esta sección consiste en recuperar históricamente las
herramientas teóricas que guiaron los esfuerzos educativos realizados en el
país desde que culminó la fase armada de nuestra Revolución. Lucha que
hombres y mujeres realizaron por transformar, a partir de la enseñanza de la
lectura y la escritura, a este México "florido y espinoso";
surgiendo desde entonces diversas concepciones educativas, algunas de las
cuales se han desarrollado con amplitud.
A partir de la consideración que en México la educación siempre ha
desempeñado un papel sustancial en favor del desarrollo de su sociedad, se ha
realizado en este capítulo un somero análisis de las tendencias educativas
del México posrevolucionario. La finalidad no es de manera alguna evaluar
estrictamente si constituyeron o no filosofías educativas, sino comprender
los propósitos de las acciones desarrolladas por el Estado en materia de
educación en la presente centuria.
La razón por la que se aborda este tema a partir de los años 1920 y no
antes obedece fundamentalmente a que a lo largo del siglo XIX la tendencia
liberal-positivista, con todo el impulso que dio a la estructura educativa de
la época, no ofrecía los elementos suficientes para acercarse a lo que es una
filosofía de la educación. No fue sino hasta Vasconcelos que los esfuerzos
por conceptualizar y eslabonar coherentemente entre sí una visión del mundo y
del hombre, un conjunto de valores, una teoría del conocimiento y una teoría
educativa empezaron a estar muy cerca de formar una verdadera filosofía educativa
lógicamente concatenada.
La estructura de este capítulo está integrada por siete apartados. A
lo largo de los seis primeros, se pretende exponer las grandes tendencias de
la educación nacional expresadas en las últimas siete décadas por José Vasconcelos,
Moisés Sáenz, Narciso Bassols, Lázaro Cárdenas, Jaime Torres Bodet y Jesús
Reyes Heroles, en cuyo pensamiento fue construida la base del sistema
educativo a nivel básico en México a lo largo del presente siglo.
1. La cruzada vasconcelista. La educación como
recurso fundamental para alcanzar la identidad nacional Contenido
José Vasconcelos, quien desde su infancia se caracterizó por su intensidad
por vivir, cuestionó, enfrentó y derrumbó, ya en su juventud, a la llamada
"Generación del Centenario", que impulsaba el gradualismo
positivista y el racionalismo. Esta inquietud la compartía con la
"Generación del 15", de la que posteriormente se distanció al
disentir sobre los ritmos que debía guardar el cambio social y los actores
que debían protagonizarlo.
Vasconcelos estaba convencido de que la educación constituía un
elemento de liberación humana y que, a su vez, generaba la libertad de
creencias. Pluralista por convicción, cualquier pensamiento monolítico le
resultaba reduccionista; hiperactivo, concebía al individuo propenso a la
acción y, por lo tanto, como un ente que no requería de estímulos externos
utilitaristas para actuar. A partir de estas consideraciones, para
Vasconcelos educar significaba enseñar los valores humanos con los cuales la
actividad conduce a la superación. Su proyecto educativo rescataba al pueblo
de la inacción intelectual, generada a lo largo de los años de humillación en
los que habían sido obligados a no actuar, y lo redimía permitiéndole
aumentar su confianza e identidad, mediante el orden y la disciplina.
El planteamiento vasconcelista fue de carácter universal, porque
confrontaba y conciliaba a nuestra Nación con el mundo a partir de su
concepción iberoamericana. Como muchos de nuestros intelectuales, Vasconcelos
fue amante del libre pensamiento, sabía que a partir del libre ejercicio
intelectual se recuperarían nuestras raíces y se descubriría la esencia de
nuestra identidad nacional. Para él, la fuerza del país estaba en su origen y
no en sus afanes guerreristas, en la cultura y no en las armas, consideraba
que la nación se asemejaba más a una roca que a un aerolito.
La educación debía fomentar los vínculos sociales, en tanto
instrumento que fortaleciera la solidaridad entre los mexicanos; vería a la
industrialización sólo como un medio para promover el bienestar; haría de la
ciencia, la cultura y la tecnología una herramienta para consolidar la
Nación; aumentaría los conocimientos geográficos, antropológicos y la
complejidad social del país para acrecentar con ello la conciencia sobre la
importancia de la identidad nacional. Había que mexicanizar el saber y
aprender a ver el mundo desde una perspectiva propia de los mexicanos.
La escuela como resumen de la humanidad era, para Vasconcelos, la
instancia donde la educación se orientaba hacia el saber, no tanto para
descubrir y ascender al poder, sino un instrumento para que el hombre lo
pudiera hacer. Alcanzar esta meta era posible gracias a que el conocimiento
es la conciencia del ser, cada generación se levantaba en los hombros del
conocimiento que le aporta la generación anterior y el saber enriquecía
conciencias. Sin embargo, lograr esta síntesis humana no podía improvisarse,
el niño debía aprender con disciplina e imaginación a partir del conocimiento
de las grandes preocupaciones sociales de la humanidad.
La labor institucional de Vasconcelos, impulsada con el
establecimiento de la Secretaría de Educación Pública (SEP), concentró los
esfuerzos educativos de la Revolución y les dio una orientación
reconstructora. La educación debía ir a los marginados, estar guiada por
preocupaciones democráticas. Su deber ser consistía en formar hombres con
confianza en sí mismos, que emplearan su energía sobrante en el bien de los
demás. Para la visión vasconcelista, la pobreza y la ignorancia son los
mayores enemigos del progreso, resolverlos precisaba de la educación para
subsanar tan grandes males.
Por ello, en un país caracterizado por su heterogeneidad social, la
educación debía construir, promover y difundir una identidad tejida con el
contacto entre España y la América precolombina. Para nuestro "Ulises
Criollo", el mestizaje era la esencia de la hispanidad hasta en la misma
España que, por cierto, nunca fue un país monoétnico sino de múltiples razas,
aunque por mucho tiempo no llegase a ser aceptada esta pluralidad.
Para Vasconcelos la educación no era sólo una ciencia, había que
sumarle un carácter normativo, de ahí sus semejanzas con la ética o la
política. Al igual que éstas, consideraba que exigía una relación racional
entre fines y medios para alcanzarlos, un vínculo entre el ideal y su
consecución.
El objetivo final del sistema educativo de Vasconcelos radicaba en
transformar la realidad en todas sus manifestaciones. Para ello, era
necesario combatir la opresión que durante siglos había pesado sobre el
mexicano porque le impedía cristalizar sus esfuerzos en favor de la actividad
productiva e imaginativa, hacia un uso placentero de su ocio que evitara su
hundimiento en la pereza.
La escuela bajo la concepción vasconcelista, guiada por valores de
equidad y de distribución de la riqueza, era un instrumento de liberación
humana para todos y no como prerrogativa exclusiva de una minoría. Con esta
convicción el ministro de Educación pugnaba por vincular el plantel escolar
con la vida; promover desde este sitio el desarrollo pleno de la población;
en fin, esta institución educativa era el centro del desarrollo cultural de
una sociedad en busca de su integración como Nación.
La visión de Vasconcelos se fundamentaba en una cosmovisión universal
de la naturaleza humana y en una teoría educativa normativa amparada en una
concepción plural en el conocimiento como instrumento y no como un fin para
la satisfacción de las necesidades humanas.
Para Vasconcelos, era imperativo alimentar la identidad nacional del
México revolucionario, para hacerlo democrático e hispanoamericano. Por eso,
la SEP no fue concebida como una instancia burocrática más, sino como la
correa de transmisión entre una sociedad y una forma de Estado que tenían en
ese momento la oportunidad de reconstruirse o inventarse.
Como titular de este ministerio, Vasconcelos se caracterizó por la
prisa para educar (quizá desde entonces data el estigma por hacer las cosas
rápido en materia educativa). Para ello, movió a la sociedad a partir de la
recuperación de nuestro pasado y de la historia universal; hizo de cada
maestro un misionero cultural, un apóstol de la nueva palabra educativa, un
protagonista de la integración nacional del país que, en la práctica, conocía
y sembraba la semilla de una nueva conciencia nacional.
En resumen la importancia del proyecto vasconcelista estriba en su
concepción de que la educación debe consolidar a la Nación, incrementar los
lazos de solidaridad entre los mexicanos. Si bien en México ha prevalecido
una injusta distribución de la riqueza y del ingreso, resultaba más lastimoso
y lamentable que existiera una exagerada concentración del conocimiento en
unas cuantas cabezas. Así, con la educación como herramienta, Vasconcelos y
sus contemporáneos sentarían las bases para el desarrollo ulterior del México
revolucionario.
2. La escuela social de Moisés Sáenz: entre el
humanismo vasconcelista y la educación socialista Contenido
Si para Vasconcelos la escuela nos redimía como humanidad, para Moisés
Sáenz, subsecretario de Manuel Puig Casauranc, significaba la actividad que
nos preparaba para la vida. A partir de esta concepción surgió y se
desarrolló la escuela rural en la historia educativa del país. Esta fue una
de las aportaciones y realidades más sugestivas cuya paternidad responde a
Sáenz.
Moisés Sáenz recuperó las lecciones de su maestro John Dewey sobre la
escuela activa y multiplicó tiempos para construir obras que aún perduran en
el presente. Entre ellas, la fisonomía que le imprimió a la antropología
social y la escuela rural experimental, aunque, hasta hace pocos años,
estuvieron sujetas a una mínima atención por parte de los estudiosos de la
educación. De la primera, quizá el peso que guardan otros dos grandes, Manuel
Gamio y Alfonso Reyes opacaron, en el tiempo, la personalidad protestante del
regiomontano Sáenz; de la segunda, probablemente el empeño por sobrevalorar
los alcances de la educación socialista ensombreció las bondades de la
educación social pregonada y practicada por su principal impulsor.
Para Sáenz la educación se enfrentaba al gran reto de incorporar al
indígena a la vida nacional sin destruir o violentar su cultura. Se pretendía
revalorar nuestro pasado sin desdeñar el mundo occidental, un Occidente
diferente al de Vasconcelos que no terminaba en la Europa continental,
particularmente en Iberoamérica, sino que tenía una frontera más amplia.
Asimismo, Sáenz buscaba la integración indígena a partir de la
identidad nacional, aunque el medio para lograrla no era la recuperación de
los valores profundos de la humanidad. Se partía de un modelo que el
subsecretario de Educación construyó y desarrolló, fundamentado en la
práctica de principios elementales de solidaridad. En consecuencia, la
mexicanidad tenía como base la tradición prehispánica y la continuidad
cultural que había nacido a partir de la confrontación con Occidente: ese era
nuestro camino.
El proyecto educativo, en tanto identidad, debía romper primero las
trabas de la escisión interna y desde ahí buscar nuestro significado externo.
Integrar al indígena al proyecto nacional, significaba incorporar la
civilización a nuestra cultura y no al contrario. Es decir, dejar absorber a
nuestra población india y mestiza marginada por los mecanismos perversos de
la vida económica en la civilización.
A partir de esta percepción, Sáenz fue más allá de la mera atención a
la educación rural, cuyo concepto adquirió dimensiones muy amplias. Con él
tomaron fuerza las escuelas de pintura al aire libre, la protección de las
artesanías y los oficios, y los museos regionales. Su impulso a la
investigación antropológica nos lleva a considerarlo como el sociólogo de la
educación de la Revolución, aunque guardada la debida distancia de la
condición filosófica que fundamentó la cruzada vasconcelista.
El México posrevolucionario está integrado por muchos Méxicos y en la
tarea de identificarlos, la educación ha sido a lo largo del tiempo el
instrumento que promueve la solidaridad entre ellos. Socializar para
articular y conjugar nuestra heterogeneidad. Esta es la razón por la cual se
explica que los valores humanos sean un fin mediato, y el compromiso
educativo esté vinculado con las cuestiones de la vida cotidiana: salud,
economía y ambiente. Para Sáenz, el desarrollo de la comunidad rural era la
tarea primordial. Durante más de diez años de labor institucional creó
escuelas activas donde experimentó la viabilidad de su proyecto y formó
equipos que realizaban un amplio trabajo de campo para conocer directamente
la realidad que se pretendía transformar.
Su carácter pragmático llevó a Sáenz a considerar el quehacer
educativo como un proyecto de ingeniería. El México de ese entonces era un
país de pobres comunicaciones y; en esas condiciones, incorporar al indio
implicaba una labor de zapapico y de pala, ya que el asfalto, el camino real
y la vereda sintetizaban a los diferentes méxicos, ilustraban su
heterogeneidad social. El esfuerzo por incorporar al indígena se dificultaba
por un problema fisiográfico. El indígena es un ser que se desenvuelve en
poblaciones aisladas y, por ende, responde a un individualismo acendrado para
defenderse de una civilización que lo acecha en lo económico y cultural. Para
Sáenz, la asimilación del indio exigía altos esfuerzos de solidaridad y
comunicación entre los hombres y las instituciones. Había que ir al campo
para sembrar una semilla: la escuela comunitaria, alma de la mexicanidad,
trinchera que vencería la atomización social al conjuntarlo. En tal sentido,
la Revolución era la síntesis social que impulsaba, bajo nuevos valores, la
unidad entre todos los mexicanos sin dejar fuera alguno de sus segmentos.
Sáenz pensaba en el indio y en el mexicano dentro de una acepción
amplia. Consideraba que el hombre estaba dotado de inteligencia para realizar
el cambio, para ser industrioso y generar así su autosuficiencia. Dentro de
esta visión, la educación encerraba un papel sustancial en tanto instrumento
para combatir la desintegración social, que debía conducir al conocimiento
para el cambio. La educación tenía un carácter instrumental, el hombre más
que un teórico era un experimentador.
La visión de Sáenz, con las reticencias propias que el protestantismo
ha causado en el país, alternaba, por lo menos en el discurso educativo, con
la visión humanista de Vasconcelos. Sin embargo, Sáenz también era pluralista,
y más abierto que Vasconcelos. Creía en la bondad, inteligencia y diligencia
del mexicano, bastaba orientar estas cualidades en su beneficio y el de la
sociedad. Enseñar para modificar el ambiente ecológico y social inmediato al
hombre.
De ahí que su filosofía educativa encontraba fundamento en la utilidad
y su teoría de la educación estuviera dominada por la socialización. Concebía
la enseñanza como un instrumento de ayuda indispensable para la conservación
de la vida y la buena salud; para dominar el medio en beneficio del hombre y
su comunidad. Con base en la experimentación cotidiana, el ser humano
incrementaría su creatividad.
Moisés Sáenz se distinguió por ser un pensador pragmático, a todo lo
que le rodeaba buscaba encontrarle el sentido de utilidad; su visión
educativa tenía como preocupación la integración social de México sin dejar
de respetar lo que tenían de singular sus partes. En esta tarea, llegó a
darle un estilo al nacionalismo mexicano contemporáneo. En suma, Moisés Sáenz
fue un promotor incansable en la construcción de una escuela vital, de una
entidad que contribuyera al desarrollo de la organización social de México,
donde el maestro fuera el centro de la vida comunitaria, una figura educativa
sin la utopía y el apostolado vasconceliano, simplemente un impulsor social
de los valores más nobles que se desprendían de nuestra Revolución.
La concepción de Vasconcelos se anclaba dentro de una perspectiva
cultural amplia y universal, la de Sáenz optaba por refugiarse en una
concepción social que retomaba experiencias de otras latitudes. Dos proyectos
distintos aunque, desde el presente, difícilmente pueden verse como
antitéticos, más aún si afirmamos que éstos tenían como finalidad última la
integración nacional. Uno, asimilaba culturas en favor del mestizo; el otro,
invitaba al indio a formar parte de la familia mexicana sin violentar su
identidad, construida con base en una sensibilidad diferente a través de su
historia milenaria.
Vasconcelos era un hombre que hacía de su conflicto interno un
principio de acción; Sáenz, libre de contradicciones, avanzaba experimentando
en favor de su intención integradora.
En Vasconcelos la alfabetización permitía ir forjando la identidad
nacional. En Sáenz, daba oportunidad de integrar la comunidad a la Nación,
porque para él el indígena requería de un trato diferente con el afán de
incorporarlo al desarrollo del país, para lo cual era necesario fortalecer
primero el contexto en que vivía.
La educación en Vasconcelos encerraba un aliento místico, una
vehemencia apostólica y un ardor evangélico que despertaba en el pueblo
deseos de superar los siglos de vejación producida por el hambre, la
enfermedad y la ignorancia. Para Sáenz la escuela era integradora de la
comunidad, la escuela y la educación tenían una función cotidiana: era un
medio para el mejoramiento social y no sólo una actividad escolar. Más que un
ideal la educación era práctica, acción; era aprender haciendo y su calidad
respondía a la eficacia para alcanzar los fines sociales planteándose en
función de ciertos principios sociales.
El problema indígena es de naturaleza política, social y económica y
no de tipo gramatical. Por ello, la escuela activa impulsada por Sáenz nació
acompañada del desarrollo de hospitales, centros materno-infantiles, campañas
de saneamiento y bienestar. Se trataba de un sistema integral tendiente a
socializar a la comunidad con el resto de la Nación, con lo cual coadyuvaba a
que ésta encontrara su lugar en la vida social de manera singular (la
comunidad) y de manera amplia (el país).
Los orígenes de la educación socialista se remontan a la escuela
racionalista, fundada en 1912, en tanto que combatía las ideas religiosas al
partir de la premisa que la religión deformaba la mente de los niños y los
inclinaba a admitir dogmas sin fundamento racional alguno. Sin embargo, este
tipo de instrucción apenas manifestaba su preocupación por los aspectos
sociales. Ante la inquietud de una educación que al mismo tiempo orientara y
destruyera prejuicios, y organizara la enseñanza en relación con la
producción económica para que el hombre aprendiera a producir y defender su
producto, la Comisión de Educación de la CROM propuso la creación de una
escuela proletaria socialista en 1924. El magisterio, identificado con las
clases marginadas, pugnaba por orientar la enseñanza hacia el colectivismo
que justificara y valorizara los artículos 27 y 123 constitucional hacia
principios de la década de 1930.
Las demandas que se generaron en favor de una educación socialista
dieron cuerpo a un proyecto para reformar el artículo 3o. constitucional con
la finalidad de que el Estado controlara la educación para asegurarse de que
la juventud de México fuera adoctrinada para llevar adelante la obra de la
Revolución, entendida como sustento ideológico del sistema. Como era de
esperarse, surgió una fuerte agitación en torno a la laicitud de la
enseñanza, sin embargo, después de intensos debates dicha disposición fue
modificada.
El responsable de la cartera de Educación en la primera mitad de este
decenio fue Narciso Bassols, quien respaldo desde su posición la reforma
haciendo profesión de fe marxista:
La muerte del prejuicio religioso es, por fortuna, una consecuencia de
la educación de las masas. Basta mostrarles con los rudimentos de la cultura
el absurdo del prejuicio religioso para que vuelvan sus espaldas a sus
antiguos explotadores... Convencida la Secretaría de que el opio religioso es
un instrumento de sometimiento de las masas trabajadoras, cree también que la
liberación económica de campesinos y trabajadores es el otro factor decisivo
para limpiar la conciencia de los hombres1.
Responsable de la redacción final de la modificación al artículo 3° de
la Constitución, Bassols manifestaría en esta disposición su censura de
intolerancia a la religión. Se excluía toda doctrina religiosa y se combatía
el fanatismo con la creación en la juventud de un concepto racional y exacto
del universo y la vida social. Asimismo se prescribía que la educación del
Estado era socialista, sin embargo como no se hacía especificación ninguna al
respecto esto dio pie a la ambigüedad y se prestó desde su promulgación a
diversas interpretaciones que bajo diversas modalidades se pusieron en
práctica más tarde a lo largo del sexenio cardenista. Esta falta de
especificidad sería la que finalmente llevaría a la educación socialista al
fracaso, pero es que la preocupación de Bassols no estaba en ese punto sino
en el primero:
soy el autor del texto ... enfoqué y conduje la reforma del artículo
3o. constitucional en 1934 ... la verdad es y no debemos olvidar un sólo
instante que el problema político real no radica ni en el término
"socialista", ni en la fórmula del concepto "racional y
exacto". Está en la prohibición a la Iglesia católica de intervenir en
la escuela primaria para convertirla en instrumento de propaganda confesional
y anticientífica. Lo demás son pretextos2.
Si bien la reforma había tenido como fin primordial enfatizar la
naturaleza antirreligiosa de la educación, había que responder a la
aspiración general de justicia social para formar una sociedad igualitaria a
partir de la educación, ello correspondería al presidente Lázaro Cárdenas.
Durante su gobierno la política educativa desplazó del centro del debate el
papel de la educación en favor de la identidad nacional: ni cultura, ni
integración, sino liberación social. La concepción de Sáenz fue sustituida
con la idea de que la instrucción redimía a los oprimidos. Así, la enseñanza
adquirió un fuerte tinte clasista y fue asumida como compromiso para liberar
a las amplias masas desposeídas por su condición de explotados. La política
educativa se erigió como un proyecto de justicia social, de ataque a las
creencias religiosas y a favor de promover la educación sexual. Se trataba de
redimir al pueblo, entendido como la suma de campesinos y obreros. En ese
sentido, era una concepción reduccionista de la sociedad.
En este ambiente social, el maestro se volvió un gestor, totalmente
diferente al integrador comunitario, al trabajador social de Sáenz. El
docente era quien garantizaba la justicia social, el extensionista. La
educación se convirtió en una actividad ambigua que devino en doctrinaria e
intolerante. ¿Qué caracteriza la visión educativa de Cárdenas? La educación
se concibió como un cuerpo organizado de conocimientos y recomendaciones que
definían la actividad del educando para formar individuos capaces de realizar
su liberación del sistema de explotación. Ya no se trataba de reivindicar a
la humanidad como ocurrió con Vasconcelos, sólo de recuperar la dignidad del
hombre sujeto a la explotación. "Enseñar a explotar la tierra no al
hombre" se lee en la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. La concepción
educativa de Cárdenas estaba impregnada de un realismo materialista en la
explicación del mundo. Su evolución respondía a la dialéctica de la
naturaleza, donde la visión del universo material generaba los principios del
saber. Este es quizá el rasgo más positivo de la educación promovida bajo el
gobierno cardenista.
En este contexto, el hombre, además de ser resultado de la evolución
de la naturaleza, era concebido como un ente histórico. El sistema educativo
llevó a una visión evolucionista-racionalista del deber ser de la humanidad.
Bajo esta perspectiva el trabajo era un proceso social que liberaba al hombre
del individualismo ubicándolo en la colectividad; permitiéndole transformar
su entorno y, por lo tanto, las condiciones objetivas del hombre; asimismo,
constituía la esencia por la cual el hombre superaba su estado natural y se
integraba al desarrollo de la naturaleza. A partir de esta concepción se
entiende que la sociedad clasista destruya la esencia humana y provoque
antagonismos para el desarrollo armónico de la humanidad.
Por lo tanto, correspondía a la educación insertar al hombre en el
movimiento histórico, redimirlo de su individualismo y reintegrarlo a los
principios de la colectividad, ya que su naturaleza no radicaba en la
individualidad sino en la colectividad. Los valores cardenistas tenían su
fundamento en la solidaridad popular para alimentar el espíritu de clase no
el de la comunidad. En este sentido la acepción de solidaridad es diferente a
la planteada por Moisés Sáenz.
El trabajo y la justicia social son valores, pero también constituían
principios que apuntaban a los elementos de clase. El trabajo definía al
universo de la humanidad que debía liberarse de la enajenación y la
injusticia social. Lo trascendente no era el desarrollo de la humanidad ni de
la comunidad, sino la orientación educativa a las clases populares lo que
liberaría al pueblo mexicano; la educación prepararía para la liberación,
fomentaría el trabajo y la militancia y, desde ahí, capacitaría para alcanzar
una sociedad sin clases.
¿En este marco cuál era la teoría del conocimiento? Si se considera
que el individualismo no tenía cabida en este sistema, es claro que a quien
se debía atender no era al individuo sino la totalidad del género humano.
Para este sujeto, el conocimiento surgía de la percepción y de ésta se
desprendía el concepto, sancionado por la praxis que otorgaba el criterio de
la verdad. Aplicar esta teoría educativa no fue posible ante la ausencia del
perfil del educando al que se dirigía. De hecho, los elementos ideologizados
disminuyeron la eficiencia del modelo, la práctica educativa fue ajena al
fenómeno de la educación y estuvo comprometida con la liberación del hombre
inmerso en el proceso de explotación. No había realmente una filosofía educativa
sino un proceso contradictorio entre concepciones clasistas, teoría de la
liberación e instrumentos ideologizados que devinieron en contradicciones
fundamentales.
Si bien es cierto que el proyecto educativo en Cárdenas contempló un
aumento en el presupuesto destinado a la educación rural y fomentó la
enseñanza tecnológica, también es verdad que las contradicciones entre
filosofía y práctica educativa, que tenían lugar al interior del país,
limitaron su aplicación.
5. La educación como una práctica libertaria,
democrática y justiciera. Jaime Torres Bodet Contenido
Jaime Torres Bodet inició su gestión como ministro de Educación en
1943 preguntándose por qué nuestras escuelas daban resultados poco
satisfactorios. Cuestionamiento que respondía a la existencia de una
desorientación total en materia de educación, lo cual exigía su
transformación.
Darle un nuevo sentido a la educación implicaba perfeccionarla sin
quebrantar nuestras tradiciones y sin promover obstáculos insalvables a la
renovación incesante del porvenir. Había que rechazar los procedimientos que
uniformaban al individuo en favor de una casta o clase, de un régimen o de
una filosofía, repudiando, por lo tanto, todo tipo de dogmas, ya fueran
religiosos o sociales.
Para el ministro de Educación, la libertad de creencias era un
principio individual de la democracia que no sólo debía ser respetado, sino
impulsado con el máximo empeño y energía para lograr contrarrestar, de esta
forma, toda intención de hacer de la educación un instrumento de discordia,
dogmatismo y sectarismo.
Para Torres Bodet, regresarle u otorgarle su sentido libertario a la
educación no era tarea fácil. Rememorando a Simón Bolívar apuntaba:
"cuesta más mantener el equilibrio de la libertad que soportar el peso
de la tiranía"3. Y aunque el costo y el esfuerzo serían
superlativos, había que emprender esta hazaña: hacer de la educación una
práctica de la libertad, la democracia, la justicia y la paz.
Se lucharía porque la educación fuera más digna y coherente con las
necesidades del país, más libre y más generosa con el desarrollo del
individuo, a fin de que las cifras invertidas en su ejercicio se aprovecharan
en favor de las nuevas generaciones. Por ello, al dilucidar sobre el
contenido de la enseñanza, Torres Bodet inauguró una etapa educativa, donde
la calidad de la enseñanza se convertiría en una preocupación constante a la
par de los problemas de cobertura.
Para ello, había que fundir la teoría con la práctica, instruir no
sólo con la prédica, en obvia crítica a la ideologización educativa,
desprovista de un sentido coherente de la realidad, sino practicando con el
alumno reglas útiles y sencillas, con base en fórmulas fáciles de aprender y
de retener para elevar el nivel de la enseñanza. Una educación equilibrada
entre los elementos útiles para enfrentar la vida y la motivación al talento
y al dominio de la virtud.
Durante el primer periodo de Torres Bodet al frente de la Secretaría
de Educación, 1943-1946, surgió también el interés por desarrollar un sistema
educativo articulado entre todos sus niveles, pero con salidas terminales
para aquellos educandos que, por razones extraescolares o por limitaciones
personales, no pudieran continuar con sus estudios.
En efecto, fue con Torres Bodet cuando apareció por primera vez la
intención política de velar porque la preparación vital del alumno,
cualquiera que fuera el grado en que concluyera su enseñanza, no resultase
trunca en lo concerniente a los conceptos fundamentales de la existencia.
Con esa convicción, el ministro señalaba que desde la escuela primaria
el educando debía poseer una noción firme y austera del mundo en que vivía. A
partir de este conocimiento, elemental sin duda, se podría edificar su
preparación posterior ya fuera como autodidacta o, con el tiempo, en otras
instituciones educativas con el fin de no incurrir en el analfabetismo
funcional.
En ese sentido, Torres Bodet recomendaba que los encargados de diseñar
de planes y programas de estudio atendieran, sobre todo, la conveniencia de
imaginar una sucesión de sistemas abiertos y coordinados. La intención era
evitar que el conjunto del sistema educativo se constituyera en una
estructura hermética e inflexible, sino que funcionara con escapes de
derivación lateral, esto con la finalidad de que todos aquellos que no
dispusieran de recursos para continuar estudiando recibieran la oportunidad
de cursar carreras cortas.
Un problema más a resolver, que se advertía por primera vez, era la
deserción escolar. Para evitar la deserción e inutilidad de lo aprendido no
sólo había que dar respuestas terminales en el sistema educativo, había que
ir más lejos: se debían transformar los planes y programas de estudio de
primaria y secundaria. Era imprescindible elevar la calidad de la enseñanza
en general, pero especialmente en dos materias claves para el desarrollo
social del país: la historia y el civismo.
En este sentido, Torres Bodet participaba de la necesidad de erradicar
las verdades absolutas en la enseñanza de la historia. Consideraba que
debíamos ver nuestro pasado desde una perspectiva más amplia al articularla
con la historia universal. El objetivo era tener una visión de nuestro país
vinculado con el resto del mundo, en lugar de concebir a México como un
escenario aislado, hermético y sin contacto con las realidades que le
rodeaban. Asimismo, Torres Bodet expresaba la necesidad de incorporar en la
enseñanza de la historia a los sectores sociales intencionalmente olvidados,
o empolvados por los vencedores; llamaba a la conciliación sin justificar
acciones, a comprender más que a juzgar las razones de grupos sociales para
disentir y luchar por sus ideales para enriquecer nuestro legado histórico al
aceptar la diversidad social, pues como señalaba: "la amplitud del alma
no es un lujo en el estudio de la historia, sino condición primordial y deber
común"4.
En cuanto a la enseñanza del civismo en secundaria argumentaba en
favor de que se adquiriera en el primer año un sentido coherente de lo que
era el hombre en la sociedad; en el segundo, se enfocaran los fenómenos
económicos, su repercusión en la interdependencia humana y la conveniencia de
dar al pueblo una orientación de progreso productivo, conociendo nuestros
recursos y explotándolos para un mayor rendimiento en favor de todos los
mexicanos; y, en el tercero, se enfatizaran los derechos y deberes del
ciudadano, las características fundamentales de un Estado, que no terminaba
por constituirse, y las diferencias que guardaban las distintas formas de
gobierno que había experimentado el país y el mundo en general a partir del
análisis de sus constituciones.
Para Torres Bodet la educación coadyuvaba a crear la figura del
ciudadano en tanto baluarte de la democracia. Esta debía construirse
rescatando a un individuo leal, honrado, limpio, enérgico y laborioso; exento
de los complejos de inferioridad que tanto afectaban a los mexicanos. Un tipo
de ciudadano que, al margen de consignas y corporaciones, respondiera en
defensa de la soberanía, y no abdicara de sus derechos y deberes. Una
aspiración que, en ese tiempo, estaba lejos de cristalizar pero que orientó
el camino a seguir para arribar al México moderno.
En este afán, Torres Bodet motivó la ampliación de responsabilidades
de la educación trascendiendo los linderos de la escuela. La familia debía
contemplarse como una colaboradora importante del quehacer educativo
gubernamental. Educar a los niños de México para la libertad y la democracia,
exigía enseñarles a ser verdaderamente libres y a gobernarse a sí mismos, por
lo que se deberían de eliminar los procedimientos de mecanización y de ciega
obediencia propios del totalitarismo y el dogmatismo.
En lo material Torres Bodet reconocía la necesidad de contar con más
escuelas, pero, a diferencia de su maestro Vasconcelos, el plan de expansión
debía hacerse con cautela, buscando acompañar la construcción de planteles
con la calidad de la enseñanza. Para ello proponía caminar despacio, con
pausas y reposos donde floreciera la reflexión. Y en alusión a las Misiones
Culturales, reimplantadas bajo su gestión, estableció la misma norma, no sólo
en su condición de funcionario sino en su vida:
Entre crear -por ejemplo- diez misiones accidentales, carentes de
dirección y de material, y establecer un pequeño centro, modesto pero
efectivo, dotado de útiles y de libros y administrado por profesores
conscientes de su papel, nuestra elección no vacilará un solo momento5.
También había que recuperar la escuela activa, pero con otra
perspectiva, pues todas las enmiendas a los planes y programas carecerían de
sentido si no se ponían en práctica. Para ello, se hacía indispensable dotar
a las escuelas de laboratorios, bibliotecas y talleres, teniendo la certeza
de que con esta infraestructura se contrarrestaría el aprendizaje memorístico
y de aceptación sin comprobación empírica o documental de lo apuntado por el
maestro. Al recuperar la escuela activa se abrían las puertas que separaban
la doctrina de la práctica, dos elementos que en apariencia se oponían del
humanismo vasconcelista al pragmatismo de Sáenz. En ella cabían la reflexión
y la práctica, el humanismo y la técnica, la colectividad y el individuo, la
nación y el universo.
La concepción educativa de Torres Bodet amalgamó entonces, la idea
humanista de Vasconcelos y la preocupación por aprender enseñando de Sáenz.
El conocimiento adquirió así un doble papel, era filosofía y ciencia; no era
un fin sino el medio para conquistar la felicidad, con esto se reivindicaba
al maestro Vasconcelos.
Años más tarde, el gobierno de Adolfo López Mateos requeriría del
talento y experiencia educativa de Torres Bodet, entonces el país crecía
demográficamente y los recursos materiales para ampliar la cobertura de
educación primaria eran insuficientes. El analfabetismo y la deserción
escolar hacían imperativo redoblar esfuerzos institucionales con el afán de
disminuirlos. En este contexto, Torres Bodet inició su gestión poniendo en
marcha el Plan de Once años, cuyos objetivos inicialmente se centraron en la
atención a la demanda primaria completa intentando ampliar -particularmente
en las zonas rurales- la cobertura; asimismo, hubo un esfuerzo por
incrementar la formación de profesores mediante una mayor desconcentración de
la enseñanza normal, y se buscó fortalecer las campañas de alfabetización de
manera que, al término del periodo considerado, disminuyeran sensiblemente
estas deficiencias.
No había engaños, la deserción escolar en el campo respondía a la
existencia de escuelas de sólo tres grados, así como a factores económicos
que impedían continuar el ciclo de enseñanza primaria. Es decir, en las
deficiencias del sistema educativo nacional existían elementos internos
relativos a las limitaciones institucionales de cobertura y restricciones
externas que extrapolaban las diferencias de clases. Con una concepción
funcional, Torres Bodet desarrolló la infraestructura y, al mismo tiempo,
elaboró una política destinada a contrarrestar las diferencias externas que
incidían sobre el proceso educativo. Esta fue la razón fundamental para poner
en marcha el diseño y publicación de los primeros libros de texto gratuitos.
Si bien Torres Bodet consideraba la necesidad de cubrir la demanda
educativa primaria sin descuidar su calidad, las políticas de los gobiernos
posteriores orientaron sus esfuerzos a dar respuestas cuantitativas a la
educación a partir del incremento de escuelas y maestros, sin reparar en la
necesidad de reflexionar en la calidad de la enseñanza. Hubo llamadas de
atención sí, también medidas tendientes a dar respuestas durante los años
setenta, sin embargo, no fue sino con la irrupción de la crisis que los males
educativos aparecieron con toda su fuerza. Fue más notorio que los avances
logrados en materia de cobertura estuvieron acompañados de una
burocratización de la enseñanza que repercutía sensiblemente en su calidad.
Para entonces la educación había dejado de jugar su papel como mecanismo de
movilidad social, por lo que había que transformarla empezando por cuestionar
la calidad en la formación de profesores.
Correspondió a Jesús Reyes Heroles emprender una nueva revolución
educativa. Después de escuchar los reclamos sociales, los cuales se
desprendieron de una amplia consulta en materia educativa, el experimentado
político veracruzano exponía la necesidad de una cirugía mayor; la homeopatía
resultaba insuficiente para atacar los males educativos que se fueron
agudizando a lo largo de los años setenta en detrimento de la calidad de la
enseñanza. La sociedad reclamaba un cambio para regresar a la educación su
utilidad en la vida y reconstruir los mecanismos de movilidad social que se
habían perdido dentro de una sociedad cada vez más compleja, masificada y
exigente, donde la enseñanza mostraba fuerzas insuficientes para sostener su
calidad.
Se imponía una revolución educativa que atacara a fondo los males
provocados por la masificación, la burocratización y el bajo nivel en la
formación magisterial. Una revolución que diera oportunidad de avanzar a
ritmos acelerados en favor de la descentralización del sistema educativo
nacional, permitiendo regresarle paulatinamente a los estados la
responsabilidad educativa y de esa manera incrementar la capacidad de
maniobra para resolver el rezago educativo del país.
Comprender el estado de la educación en los inicios de los ochenta
resultaba de lo más difícil, en el diagnóstico de su situación había más
pasión que cerebro, el dogma se anteponía a la razón y al examen cuidadoso y
reflexivo. Era necesario cambiar a la educación dentro de un amplio proceso
de renovación moral.
Emprender un nuevo camino exigía discutir como la historia del siglo
pasado mexicano enseñaba: mientras los conservadores afirmaban y los
socialistas negaban, los liberales discutían. Pero en tiempos de cambio,
contender razones resultaba insuficiente; entre el estudio y la resolución
del problema siempre existe un largo trecho, el que hay del dicho al hecho.
¿Cuáles eran los hechos?
Había que partir de que la educación se encontraba en una profunda
crisis a nivel mundial, una crisis que, retomando a Phillip Coombs respondía
no sólo a los costos extraescolares sino a:
la tendencia de los gastos educativos por estudiante a crecer
progresivamente (muy aparte de la inflación), debido al carácter intensivo
del trabajo de la educación y la falta de innovaciones que incrementen la
productividad6.
Es decir, se trataba de una crisis económica caracterizada por la
carencia de fondos que repercutía prácticamente en todos los países. No
obstante había que actuar.
Para Reyes Heroles el hilo conductor de la política educativa mexicana
fue siempre el reconocimiento de una relación dialéctica entre la sociedad y
la educación, en donde la sociedad orienta a la educación y dicta sus
características; a su vez la sociedad es guiada por la educación y es ésta la
que siembra los proyectos que demanda el futuro.
Hacia 1982 había en México cerca de 6 millones de iletrados de 15 y
más años de edad, 15 millones que no concluyeron la primaria y 7 millones que
no terminaron la secundaria; es decir 28 millones de estudiantes sin los
recursos para su desarrollo. Asimismo, el 69% de la educación que se impartía
en el país tenía financiamiento federal, el 25% lo obtenía de los gobiernos
estatales y el 6% de particulares, indicadores de la gravitación y la
hipertrofia en la que había devenido el sistema educativo nacional.
La educación se encontraba íntimamente vinculada con la variable
demográfica. En efecto, cambios importantes en la pirámide demográfica
explican desde los años ochenta la reducción de la matrícula en el nivel de
la primaria, un incremento sustancial en el secundario y la falta de
cobertura en el de preescolar. Ello incidía no sólo en la infraestructura
sino también en la formación de profesores, porque trasformaba las
condiciones que permitían resolver sin presión los problemas de las calidad
educativa.
Debido a estos cambios, prácticamente imperceptibles en esos años, las
escuelas normales de educación primaria se habían convertido en
"fábricas de desempleados". Para 1982 el gobierno no tenía la
facultad de dar empleo a más de 20 mil egresados al haber excedente de
profesores del nivel primario. El gobierno tenía a su favor el reconocimiento
de esta realidad.
Este panorama invocaba la necesidad de revolucionar y de reestructurar
la educación poniendo nuevos cimientos. Era imprescindible una revolución que
fuera más allá de los parches y los remiendos, cuyo primer paso fuera
armonizar el contexto legal de acuerdo con la realidad imperante; entre lo
establecido jurídicamente en las normas y en lo que en la práctica se venía
realizando. De ahí que un primer objetivo fue el de hacer viable la
convergencia entre la instrucción legal y la real, así como en otros tiempos
ocupó la atención el vínculo entre ambas instancias para el Estado.
Revolucionar la educación equivalía a combatir desigualdades sociales
y regionales, sobre todo las existentes entre el sector rural y el urbano;
permitiendo que la educación, mediante una creciente participación
democrática, volviera a ser el medio capaz de suprimir o reducir
desigualdades de origen.
Se requería una revolución en materia educativa que cambiara los usos
y las prácticas imperantes de la actividad educativa; que fuera un movimiento
caracterizado políticamente por buscar la participación de la comunidad
educacional en su conjunto y la solución de los problemas que afectaban a la
propia comunidad. Un movimiento con profundo contenido moral en tanto que la
enseñanza daría nuevamente oportunidad de vincular el saber con el deber, al
mismo tiempo que permitía realizar el sentido y esencia éticos del conocer y
el saber. Así, también se trataba de un cambio administrativo que iniciaba
con la modificación de métodos y sistemas, que empezó por revolucionar
conciencias.
Ante obstáculos ancestrales, como los mitos y los intereses, la
revolución educativa no se detuvo. Hoy proceso en marcha, atiende y se
preocupa por problemas educativos reales, los cuales aún son muchos y graves;
asimismo, se lleva adelante buscando que la educación vuelva a ser
instrumento de desarrollo y democratización.
En estas circunstancias, la revolución comenzaría por sembrar reformas
que, por su cantidad o por su calidad, traerían cambios en favor de los
aspectos cualitativos de la enseñanza; resolvería la desarticulación que se
daba, y se da, entre éstos y la masificación; atacaría la dispersión de
recursos al racionalizarlos bajo un criterio de eficiencia y calidad; y
reestructuraría los centros educativos, esas "fábricas de
desempleados" semicalificados.
El presente, señalaba Reyes Heroles, observa una centralización
económica, política y cultural que constriñe muchas posibilidades vitales de
la Nación. La densidad social y económica del país, y la hipertrofia
educativa eran elementos suficientes para emprender la revolución educativa.
Un movimiento sustentado en la necesidad de elevar significativamente la calidad
de la enseñanza a partir de dos criterios rectores: la mejor formación de los
profesores y la descentralización del sistema educativo.
Por ello, la revolución se imaginó dentro de un amplio proceso de
descentralización de la vida nacional, que aún en el presente busca
consolidar un modelo de organización inherente al sistema federal. Una hazaña
donde los verdaderos sectores involucrados en la educación sean partícipes de
ella y tengan una injerencia creciente en el proceso educativo.
Resultaba imperativo descentralizar, abrir puertas, dar salidas a una
rica y complicada realidad nacional; descentralizar la educación preescolar,
primaria, secundaria y normal. Una decisión que, como se señalaba en ese
momento, obedecía en lo fundamental a dos razones: emprender la marcha hacia
el federalismo y combatir la ineficiencia que inexorablemente invade a los
cuerpos que sobrepasan cierta magnitud, el gran tamaño que lleva a la inercia
y al inmovilismo.
Transferir a los estados los servicios correspondientes a la educación
básica y normal daría oportunidad de que la conciencia de unidad nacional se
enriqueciera con el sentido de pertenencia y la revaloración del origen
personal. Con la participación activa de los estados las desigualdades entre
regiones e individuos disminuirían paulatinamente.
Pero además la revolución educativa tendría que afrontar con una nueva
lógica visionaria la formación de los docentes. Conciliar su vocación con su
histórica orientación productiva para quienes la ejercían y la recibían en
favor del país.
La educación vista como uno de los motores imprescindibles para
inventar, madurar y consolidar al ciudadano partidario de la libertad con
responsabilidad que, en un mundo cambiante, tuviera oportunidad de participar
y colaborar socialmente a partir de su identidad con la nación, con una tabla
axiológica precisa. Es decir, se trata de formar un combatiente hacia toda
enajenación inherente a los momentos que nos corresponde vivir.
En esta empresa, el ministro de Educación advertía de la necesidad de
volver a poner atención en la formación de los docentes. Por ello, como en su
tiempo lo hiciera Mao, la primera medida adoptada por Reyes Heroles fue la de
cerrar la Normal Superior. Pues como señalaba, si algún área en la educación
era precisamente un ejemplo de degradación, ésta estaba constituida por la
Escuela Normal Superior: "Desde 1974 se le pidió que elaborara,
modernizara su plan de estudios. Nunca se presentó un proyecto de
modernización del plan de estudios"7.
Reafirmaba su convicción en favor de simplificar y democratizar el
proceso educativo a partir de su descentralización al afirmar: "Se venía
desde Sonora hasta la Ciudad de México a recibir un curso intensivo que según
informes dura dos semanas de curso y el resto eran otras actividades"8.
Y, cigarro en mano, daba respuestas:
Una ventaja indiscutible para el maestro estará representada por el
hecho de poder recibir su formación en el mismo estado al que servirá
profesionalmente. La preparación guardará mejor relación y armonía con las
necesidades que la realidad impone a su quehacer docente. Se logrará en
muchos casos que el maestro eduque a los niños del estado al que pertenece y
que conoce. La redistribución de la responsabilidad educativa habrá de
permitir que los maestros desarrollen técnicas de enseñanza más ligadas a las
peculiaridades de cada región9.
Con ello Reyes Heroles arrojaba las primeras luces sobre una nueva
figura social magisterial; aquella a quien le concernía postular la
solidaridad, no sólo como camino e ideal, sino también surgida de la entraña
espiritual del hombre para recuperar ese humanismo social al que pocos
pueblos pueden darse la oportunidad histórica y cultural de arribar. En suma,
había que regresarle al maestro su función de espina dorsal, su condición de
realizador de utopías.
Maestros recuperadores de esa tradición de humanismo social, iniciada
por Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y otros que, como advertía el
estudioso del liberalismo mexicano, constituyen un sedimento muy valioso de
nuestro pasado histórico.
Esta nueva figura social educativa debía partir de no confundir
instrucción con educación. La acumulación de datos, que resulta un peso
muerto para el educando, poco le ayuda para aprender a pensar por cuenta
propia. Había que incitarlo a despertar sus aptitudes para formar o pulir su
innata inteligencia.
Cambiar las características de la docencia implicaba entonces dejar al
alumno conocer y expresarse en lugar de repetir hasta el cansancio y el
tedio: "derrotar la sagacidad de la flojera".
Había que enseñar no sólo la lógica de las matemáticas, sino el calor
humano que de su ejercicio se desprende; señalar la utilidad de la letra así
como su belleza. Había que adiestrar al alumno en el dominio de la letra, de
la palabra, del número, del dibujo y de la estética; mostrarle el poder
indestructible de las ideas, no únicamente la delicadeza de la educación
estética, sino su utilidad; la emoción de nuestra difícil geografía y los
retos que plantea; la fuerza de la historia en las luchas actuales y su sentido
integrador de la nacionalidad; la pugna de los contrarios en el ayer como
parte de este proceso de integración; el civismo como lección de cooperación,
respeto mutuo y entendimiento, como fórmula viviente y fuente de inspiración
solidaria.
Es decir, observar la educación más que como un proceso de
información, como un progreso personal y constante de descubrimiento,
exploración, asimilación y creación de valores, métodos y lenguajes.
Regresarle su condición de utilidad para enfrentar los desafíos que trae
consigo nuestra realidad inmediata.
En este sentido, Reyes Heroles inauguró la construcción y aplicación
de un nuevo concepto de educación integral, en el que la razón, la utilidad,
la sensibilidad, la voluntad, las capacidades físicas, la aptitud para la
relación social se encuentren armoniosamente combinadas respetando la manera
de ser de cada quien y adaptadas a las exigencias temporales y espaciales
propias de un mundo en constante y vertiginoso proceso de cambio.
La educación como un medio para que el hombre se instruya
constantemente a sí mismo, y en algunos casos se redescubra ensanchando su
conciencia y haciendo más firmes los vínculos que lo unen a la sociedad y el
valor de la libertad como lazo social y base de la dignidad de la conciencia
humana.
La educación, como un constante ir y venir que nunca acaba, que se
replantea y revisa, se enriquece permanentemente, no sólo en la cátedra y en
el hogar, sino en el trabajo y en el ejercicio cotidiano de la solidaridad.
Recuperarla como la actividad con mayor contenido social, en cuanto combate
desigualdades y pretende nivelar puntos de partida económicos o sociales de
los educandos.
La educación en tanto desarrollo formativo que, inmersa dentro de un
proceso amplio de masificación de la enseñanza en todos sus niveles, permite
asumir como propios los valores que la Nación ha escogido para sí a partir
del incremento de la calidad de la enseñanza. Avocada a la tarea de
contribuir a que los hombres se formen a sí mismos dentro de un camino en el
que se convenzan de que vale la pena pagar el precio de la libertad y la
justicia. Jesús Reyes Heroles transformó el carácter de la planeación
educativa en el país. Sus alcances responderían en adelante a un mayor
equilibrio entre los avances cuantitativos y la búsqueda por una mejor
calidad de la enseñanza, los cuales dadas las condiciones del país adquirirán
cada vez una mayor importancia. Para subsanar, corregir y eliminar las causas
de la desigualdad se requería de tareas sistemáticas cuidadosas y bien
planeadas.
En este marco, dos fueron las últimas preocupaciones del ministro de
Educación, las cuales se tradujeron en esfuerzos tendientes a buscar una
adecuada integración entre los niveles preescolar, primario y secundario con
el objeto de alcanzar una educación básica de diez años.
Por eso, se advertía la desarticulación entre los planes y programas
de los tres niveles que constituyen al sistema educativo básico. La falta de
congruencia y continuidad pedagógicas que, todavía en el presente,
constituyen una de las causas de la alta deserción que se produce en primaria
y el abandono de los estudios de una proporción significativa de quienes
terminan dicho nivel.
Con esa convicción y empeño Reyes Heroles señaló como propósitos a
mediano plazo los siguientes:
1. Elevar la calidad de la educación en todos los niveles, a partir de
la formación integral de los docentes;
2. Racionalizar el uso de los recursos disponibles y ampliar el acceso
a los servicios educativos, con atención prioritaria a zonas y grupos más desfavorecidos;
3. Vincular la educación y la investigación científica, tecnológica y
el desarrollo experimental con los requerimientos del desarrollo nacional;
4. Descentralizar la educación básica y normal, regionalizar y
desconcentrar la educación superior, la cultura y la investigación;
5. Mejorar y ampliar los servicios en las áreas de educación física,
deporte y recreación; y
6. Hacer de la educación un proceso permanente y socialmente
participativo y democrático.
Reyes Heroles murió sin ver terminada su tarea. Sin embargo, cuando en
el presente se cosechan los frutos de su visión educativa, vale la pena
recordar a uno de los promotores del cambio social gestado en 1982 que no
puede ser calificado de tecnócrata.
Actualmente, con ritmos precisos, se viene transformando a nivel
nacional, merced a la descentralización, la educación básica y normal. Sin
duda nuestro liberal mexicano es y será un punto de referencia obligatorio
como visionario de la necesidad del cambio. Es él quien al sembrar en
nuestras conciencias la necesidad de trascender hacia una educación
integralmente útil, contribuye sustancialmente en la construcción de un
México, más justo, libertario, humanista y solidario.
La exposición hecha del proceso histórico de la educación nacional
permite concebirlo como un proceso cíclico que inicia a raíz del nacimiento del
México independiente y que tiende a cerrarse siglo y medio después al ser
cuestionado, reestructurado y retroalimentado al calor de una nueva fase de
desarrollo en nuestros días. Guardada la debida proporción, ni entonces ni
ahora la educación ha sido una función estatal que simplemente pretenda
realizar una acción civilizadora relativamente neutral, por el contrario, en
nuestro país y en especial a partir de la institucionalización de la
Revolución ha sido componente esencial de los proyectos del Estado.
Debido a las condiciones de desarrollo del país en el siglo pasado el
triunfo del federalismo organizó al país en forma de República
representativa, democrática y federal, compuesta por estados libres y
soberanos, pero unidos en una federación. Sin embargo, la necesidad de forjar
una identidad y un modelo de vida nacional derivó paulatinamente hacia un
proceso centralista, situación que, con el tiempo, afectó de manera
determinante a la educación, considerada como medio esencial para alcanzar
esta meta.
Durante las décadas veinte y treinta de nuestro siglo, bajo una visión
humanista primero y radical después, paulatinamente se fue configurando un
sistema educativo que recogió las demandas sociales de la Revolución, siempre
en la medida de las posibilidades y avances del país. En este periodo, si
bien hubo experimentos y voluntarismos, es posible reconocer que fue el lapso
en que los diversos niveles escolares, incluyendo el técnico y la Normal,
fueron articulados en un sistema educativo orientado, en lo fundamental, a
ampliar la cobertura educativa y a llevar a todos los rincones del país las
primeras letras para incorporar a toda la población al desarrollo social.
Es posible sostener que hacia la década de los años 1940 el sistema
educativo había tomado cuerpo, aunque dio un giro en el contenido de la
enseñanza influido por el ambiente de la guerra mundial, así como por los
valores de libertad, democracia y justicia social en un ambiente motivado por
la unidad nacional y la industrialización. Un proceso donde la educación
adquirió dimensiones importantes para generar identidad aunque esta tarea,
dado bajo el desarrollo social, se realizó con una lógica de administración
central. Así transcurrieron las tres decenios posteriores buscando ampliar la
demanda educativa en todos sus niveles y en lo posible atendiendo los
requerimientos de calidad. Este modelo de desarrollo educativo observaba
signos de agotamiento a mediados de los setenta, donde arrojó como secuelas
una baja calidad educativa y un excesivo burocratismo y centralismo.
Darle respuesta a ello no ha sido fácil. Ya en esos años se emprendió
un proceso de desconcentración educativa a partir de la creación de
delegaciones estatales que apuntaban hacia la descentralización del sistema
que se abrió y aceleró una década después y hoy comienza a consolidarse
teniendo como expresión el Acuerdo para la Descentralización de la Educación
Básica y Normal.
En este nuevo contexto de federalización educativa que los avances
sociales y culturales alcanzados en las décadas posrevolucionarias hacen
posible, se permitirá una mayor eficiencia del subsistema estatal de
educación para obtener una mejor distribución de resultados en los aspectos
cuantitativos y cualitativos de la enseñanza de acuerdo con la
responsabilidad que toca al gobierno de los estados. Sin embargo, esta acción
debe ir más allá de un modelo federación-entidad para que, en el corto plazo,
la educación vuelva a ser responsabilidad y competencia municipal.
Asimismo, otra demanda social que ha ocupado a los gobiernos de la
Revolución, especialmente desde finales de los años cincuenta ha sido brindar
una educación con calidad.
El imperativo de atender a la demanda educativa llevó a que este
aspecto no fuera abordado. Sin embargo ya en los años 1970, la educación en
un contexto de masificación de la enseñanza perdió en términos casi
absolutos, su condición de instrumento de movilidad social dada su baja
calidad. Ello llevó a reflexionar y desarrollar políticas en favor de
reintegrarle su utilidad social en un nuevo régimen que reclama vigorosos
contenidos educativos y del concurso de todos sus actores, especialmente de
los maestros, para incrementar sustancialmente su calidad.
El Programa para la Modernización Educativa (PME) responde así a una
de las preocupaciones fundamentales del sistema educativo: el medio de
intercambio, es decir, los contenidos, el cuerpo de saberes, valores,
actitudes, habilidades que se proponen a los alumnos para ser aprendidos. La
elaboración de un nuevo modelo pedagógico responde a la dispuesto por el PME,
que a su vez obedece al análisis de las consultas celebradas a nivel nacional
en relación a la reforma educativa cuyo antecedente inmediato lo encontramos
entre 1972-1975.
A lo largo de nuestra historia se han manifestado estas dos necesidades,
sólo que el privilegio por resolver la dimensión cuantitativa la dejó
excluida.
En suma, hoy los retos educativos se sintetizan en la recuperación
histórica de nuestro sistema a partir de dos demandas sociales que se hacen
viables en el presente: la federalización educativa mediante el
reconocimiento de la diversidad social y regional en el país, y un incremento
sustancial de la calidad de la enseñanza mediante una profunda reforma
orientada por la carrera magisterial.
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